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viernes, 14 de enero de 2011

Y tú… ¿Cómo ejerces poder?



“El conocimiento es poder”, miles de veces escuché esa frase, y por creerla cierta, la transmití a mis alumnos en todos los momentos que pude y creí prudentes. Pero es contradictorio, conservando el sentido más literal, como muchas personas capacitadas y sumamente preparadas en distintos ámbitos de la vida no ejerzan poder alguno en ningún otro de sus semejantes. Pueden hablar de política, de arte, de religión y cuanto tema delicado haya que cubrir en protocolos o informalidades con esa especie de guante blanco de la sutileza, pero, a fin de cuentas, sino logras sublevar a algún integrante de tú fugaz audiencia, en definitiva, no tienes la base de ese argumento, no tienes el tan anhelado poder. Este ejemplo aplica también al dinero, a la experiencia y no muy remotamente, al sexo.

El sexo es poder, para muchos es una herramienta sublime pero contundente, es un recurso tangible, existente y por vivencial natural, de ahí deriva su alcance primordial. Por ser tan nuestro, tan universal, tan sensorial,  se requiere, se demanda y se utiliza. En este caso, a diferencia del anterior, con o sin guante, cualquier audiencia podría dejar sus paradigmas he incluso posponerlos por esos mundanos placeres que rigen muchas aristas de la humanidad. El placer de obtener lo que se quiere y de conseguir a alguien dispuesto a darlo.

Bien decía mi padre que el interés mueve a las personas, nosotros estamos atados por hilos de interés a la mano de un portador variable de beneficios. Desde pequeños queremos agradar a la maestra y por ende nos portamos socialmente bien, estudiamos, figuramos y en la misma línea cíclica enorgullecemos a familiares y compañeros. Al crecer, ese patrón de aceptación requerida no descansa en los pupitres escolares, lo arrastramos hasta la Academia y deseamos seguir obteniendo el aplauso de las figuras itinerantes que entran y salen de nuestra vida, llámense amigos, colegas, familiares, pareja y como si fuera poco, debemos en su momento ser eficaces y eficientes para agradar al jefe en cuestión, a los nuevos compañeros laborales, a las parejas potenciales y avanzada la vida, nos encontramos queriendo agradar a nuestros hijos por quienes daremos todo y hasta más, sin la garantía de que seamos valorados, corroborando así la existencia de un círculo infinito de meritocracia.

Recuerdo una vez haber leído: "Dios ha creado al hombre como un animal sociable, con la inclinación y bajo la necesidad de convivir con los seres de su propia especie, y le ha dotado, además, de lenguaje, para que sea el gran instrumento y lazo común de la sociedad." Pero, existen muchos niveles de comunicación, y el lenguaje según los expertos que mejor representa nuestros verdaderos pensamientos es el corporal. Entonces sería contradictorio restarle importancia al aspecto sexual y como el mismo unifica en cierto punto al hombre, enmarcado en distintas finalidades. Algunas quizás reproductivos o por elección libre sin consecuencias (de darse el caso del mero contacto), pero sea cual sea el caso, y sin ánimos de resumir y reducir al hombre a un simple elemento sexual, sí quiero destacar que muchas veces es movido por este primitivo y binario deseo siendo presa del mismo.

       Individuos valiéndose de este recurso han escalado posiciones, han calado en tribus urbanas, han sido reconocidos o se han planteado incluso como lideres, pues están conscientes de que ejercen cierto poder sobre otras personas más vulnerables gracias a la opción de “influenciar a...” por “medio de…”. No pretendo citar claros ejemplos de la historia para argumentar un punto que para mí es obvio. Sólo deseo saber en qué momento de la evolución humana y después de haber alcanzado infinidad de logros históricos nos quedamos tan primitivamente enganchados con un sistema de conexión tácito. 

Elegimos acompañantes, bien dicen los científicos, por la atracción que despiertan ciertas características físicas asociadas a patrones de reproducción. La permanencia de nuestras parejas, la felicidad compartida o el deseo de futuros encuentros viene mayormente presidido por la eficacia de los mismos. Otras cosas que antes eran los cimientos de futuras historias parecen carecer de importancia ante este recurso en ocasiones de género parcializado. Y es cuando reflexiono y digo… ¿A cuántas personas yo mantuve atada a mis hilos o cuántas veces yo fui el extremo de alguno ajeno?, ¿Cuándo inicié algún juego del que terminé siendo presa y no cazador? Cualquiera con sentido crítico debería preguntarse en algún momento cuando  usó este recurso, con qué finalidad y con qué regularidad. No para ser su propio juez y verdugo sino, para detenerse antes de ser consecuencia y no causa. 

                             

1 comentario:

  1. Aquí una respuesta clave sería cronológica: saber qué fue primero. Imaginemos al Homo sapiens primitivo deambulando por los bosques, huyendo de la obscuridad, a la merced de otros depredadores, fascinado por la “magia” de los elementos naturales a su alrededor; un conjunto rico de emociones materializadas en aullidos, gruñidos y vociferaciones. Y en el lenguaje directo del cuerpo: imagino entonces su sexualidad desenfrenada en una absoluta, y sobre todo inocente, desinhibición (que vendría a ser el punto de vista tras una domesticación cultural muy posterior). La animalidad, en su funcionamiento original; aquí prevalecen el macho más fuerte, las hembras más fértiles, la prioridad de los especímenes sexualmente más atractivos. Lo que observaríamos en un grupo de chimpancés en la actualidad.

    Pero nuestros cerebros rebasan con mucho las capacidades de los homínidos inferiores. Nosotros parecemos funcionar por niveles; en un grado nos resulta posible por medio de la creación previa de símbolos arbitrarios comunicar las abstracciones más elaboradas (ideas puras) y, en otro, pasivamente ser llevados de la mano por los instintos. Dichos niveles coexisten no sin ciertos choques; lo cual nos convierte en bestias inusualmente contradictorias. ¿Cómo se apacigua ese conflicto constante entre lo que queremos y lo que queremos querer? De allí que el poder, sutil o violento, se imponga con mejor efectividad cuando se infiltra en nuestros espacios más básicos: la sexualidad, el egoísmo o el miedo.

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