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martes, 23 de febrero de 2016

Entonces fui a ésta boda...
Donde todo estaba hermoso.

Cada detalle finamente escogido, la gente, la bulla, el vestido prestado y el maquillaje de dama. Los buenos deseos, la alegría de la coincidencia, la música de moda y las caderas sin albedrío. Yo sólo observaba -el nuevo hábito de la vejez anticipada- que te permite analizar a detalle la vida (normalmente la ajena) que siempre es un canon injusto para los que no cabemos en cuadros. Nunca he ido a una boda fea, ni a una con mala comida, aunque muchos critiquen el whisky como si bebieran como Adecos a diario. Aunque muchos tengan apreciaciones tan vagabundas del amor. Pero ésta boda fue especial, no sólo porque se casó un afecto que consiguió un buen hombre. (Mismo que un día capaz se vaya a escondidas a beber y se extravíe en pretextos pero es bueno.), sino también, porque nadie criticó nada y eso debe ser aquí y en Budapest un presagio decente. Lo más peligroso no es que yo bebí mucho y nunca me quité los tacones a pesar de salir dignamente borracha y con todo el permiso que me da ser la amiga soltera y divertida... Hay algo. Es que descubrí que quizás, en algún momento sea yo la que pudiese estar feliz del otro lado. La que se preocupe porque los tequeños alcancen y la que quizás se eche un vainón con un marido que parece bueno. No tengo apuro tampoco, pero si quieren se burlan desde ya porque, seguramente, no estarán invitados así que su opinión de mi riesgo no marca diferencia.